El transporte ferroviario de mercancías no tiene el reconocimiento que quizás debiera si tenemos en cuenta su papel fundamental en las cadenas de suministro globales. Los ferrocarriles son activos estratégicos para el correcto desarrollo de las economías y, más concretamente, para la economía norteamericana, en la que me centraré en la publicación de hoy. Puede que el ferrocarril no sea el medio más popular para transportar mercancía por el continente (de los 900.000 millones de dólares de tamaño del mercado de transporte de mercancías, la cuota de mercado del ferrocarril es de solo el 10%), pero para algunas empresas es la única opción. Muchas materias primas pesadas o productos de grandes dimensiones o bien son económicamente inviables de transportar por carretera o en avión, o bien la legislación simplemente no permite otro método de transporte. El ferrocarril apenas tiene competencia cuando se trata de transportar grano, potasa, carbón u otras materias primas pesadas de bajo valor añadido. También disfruta de una posición competitiva privilegiada cuando se trata de mover mercancías menos voluminosas, pero a grandes distancias. Los criterios que siguen los clientes a la hora de elegir método de transporte son la frecuencia de entrega, puntualidad, calidad del servicio y fiabilidad, pero ponen especial atención en el coste. A partir de 500 millas, el transporte por ferrocarril suele costar entre un 10 y 35% menos que otras alternativas.
Podemos aprender mucho sobre resiliencia leyendo la historia de algunas empresas ferroviarias, pero el hecho de que la tecnología no haya cambiado mucho en los últimos 200 años también juega a su favor. La red ferroviaria es el sistema cardiovascular del sector primario y del tejido industrial de Norteamérica e invertir en una empresa ferroviaria de clase uno es, de alguna manera, apostar por el desarrollo de dos de las economías más importantes del mundo. Sin embargo, el ferrocarril no siempre fue un buen negocio en donde invertir. A comienzos del siglo XIX, la aparición del ferrocarril en Norteamérica transformó la vida de la gente e impulsó la economía. Atravesar EE.UU. de costa a costa pasó de ser una travesía de tres semanas a una de tres días, se disparó el comercio en el país y las dinámicas de los mercados cambiaron para siempre. El ferrocarril fue el protagonista del siglo y no tardó mucho en convertirse en el negocio más dominante. Gran parte de las empresas que conformaban el primer índice Dow Jones eran empresas ferroviarias, y durante este período comienzan a aparecer las primeras prácticas monopolísticas por parte de empresas que no dudan en sacar provecho de su poder de fijación de precios. Su posición dominante es tan evidente que los reguladores no tardan mucho en tomar cartas en el asunto. En 1887, el Congreso de EE.UU. aprobó la Ley de Comercio Interestatal, y el organismo regulador recibió luz verde para tomar las medidas oportunas con el fin de asegurar precios justos y limitar el poder del ferrocarril. Los márgenes de beneficio de la industria se fueron deteriorando poco a poco al ver limitado su poder de ajustar precios y reestructurar sus redes con total libertad, no pudiendo prescindir de las rutas que no eran rentables. La situación se agravó con las inversiones del gobierno estadounidense en mejorar la red de autopistas y aumentar el número de aeropuertos, y el ferrocarril perdió competitividad frente a otros métodos de transporte y vio reducida su cuota de mercado significativamente. Al mermar sus beneficios, el capital para reinvertir en el negocio también era menor y el mantenimiento de las vías comenzó a descuidarse. Esta sucesión de acontecimientos culminó con la declaración de bancarrota de Penn Central Transportation en 1970, que era la empresa ferroviaria más grande por aquel entonces y la sexta empresa más grande del país.
El deterioro del sistema ferroviario fue tal que en 1980 el Congreso desregularizó la industria con la ley Staggers para intentar revertir la situación. Con esta nueva legislación se pretendía aumentar la competencia y la eficiencia reduciendo el control gubernamental. El ferrocarril volvió a recuperar la flexibilidad para fijar sus propias tarifas y la capacidad para abandonar líneas no rentables y consolidar operaciones. La desregulación favoreció la recuperación de los beneficios de estas empresas y desató una ola de inversiones para desarrollar y mejorar la infraestructura como nunca antes. La ley Staggers supuso un punto de inflexión y una mejora en la calidad del servicio, pero también propició la consolidación del sector. Las casi 140 empresas ferroviarias de clase uno que operaban en EE.UU. en 1940 pasaron a ser 40 en 1980. La consolidación continuó durante las siguientes décadas, y actualmente son 6 las empresas ferroviarias de clase uno que dominan Norteamérica.
Las adquisiciones tenían sentido por diferentes motivos, pero el más obvio era reducir rutas redundantes y mejorar la productividad y la eficiencia operativa. Desde la bancarrota de Penn Central Transportation en 1970 hasta principios de los 2000, las empresas ferroviarias de clase uno vieron una expansión significativa de su margen operativo (de la nada hasta el 10-15%), pero no fue el regulador quien los convirtió en los negocios con márgenes del 35-40% que hoy todos conocemos. Estos negocios tienen una estructura de costes fijos muy alta, por lo que un mayor volumen de mercancía transportada por sus redes genera beneficios incrementales elevados gracias a que el coste marginal es muy bajo. Pero, si el volumen apenas ha crecido en las últimas dos décadas, ¿qué es lo que ha propiciado esta llamativa expansión del margen?